312 horas sin internet

sin internet

En foto: Ilustración por MaJoLoTe

Mientras redacto esto he cumplido 312 horas sin servicio de internet. Lo he sufrido tanto como esos sesenta y cuatro minutos en que decidí dejar de fumar para siempre, o bien, como viajar en transporte público en temporada de lluvias. En fin, me angustia inmensamente.

Sólo leo y escribo. No tengo televisión. De vez en cuando me fastidio, hago una pausa, y llamo a mi proveedor de internet esperando que finalmente solucione mi problema. Quiero contagiarle mi frustración al pobre empleado que tome la llamada. Lo he estado haciendo todos los días. Ahora, en lugar de patear puertas o arremeter contra los muebles para dar salida a mi enfado, llamo exigiendo que me devuelvan el servicio de internet. Y enloquezco.

Escribe Suetonio que Augusto, Cayo Julio Cesar Augusto, mucho tiempo después de la Batalla de Teutoburgo, todavía gritaba desquiciado: “Quintilio Varo, devuélveme mis legiones”; es más dramático en latín: “Quintili Vare, legiones redde”. Ahora comprendo al infeliz, pues el empleado que tomó mi llamada esta tarde debió acojonarse cuando exclamé trastornado: “¡Varo, devuélveme mi internet!”.

Ahora imagino que yo debo ser el chiste local a la hora de la comida. Supongo que se reúnen los empleados alrededor del horno de microondas, sacando tupperware de las bolsas de plástico, mientras intercambian casos de clientes: quizá anécdotas cómicas o momentos frustrantes. Sin saber que yo parodiaba al desconsolado Augusto, los ejecutivos telefónicos —rimbombante título para sustituir la humildad del telefonista— estarán riéndose del loco que sufre la pérdida del internet como se padece la partida del ser amado:

En algún callcenter suena alguna de las decenas de líneas. Un joven observa el identificador de llamadas y deja escapar un suspiro desganado mientras sus ojos ruedan por sus cuencas hasta enfocar el techo.

“—Es el loco del internet otra vez, ¿quién quiere atenderlo?

“—Yo no —dice una voz  al fondo—, le toca a Gómez.

“—A ver… pásamelo —dice una joven que juega con un collar de bisutería—. Vamos a ver qué idiotez dice ahora”.

Me contesta una dulce voz femenina. Agradece el haberme comunicado al centro de atención a clientes, me dice su nombre y pregunta en qué puede ayudarme. Le planteo la historia que repito todos los días en varias ocasiones.

—Señor, ya le hemos comentado que es necesario que espere al técnico…

Así continúa un rato, con la misma historia que me dicen todos los días en varias ocasiones. Esta vez la interrumpo.

—Señorita, imagine que tiene un amigo que se ha ido de viaje y de pronto se entera de una circunstancia de vida o muerte, y la única manera de prevenir a su amigo es enviándole un mail. Sólo necesita decirle algo simple como “No comas las flores del loto. Por cierto, tus amigos son unos cerdos”. Y listo.

Se hace un confuso silencio y a los pocos segundos estallan las risas del otro lado de la línea. Un sonido intermitente me indica que se terminó la comunicación.

Por supuesto que Odiseo no requería de internet para sortear las trampas de sus enemigos, pero su vida habría resultado más sencilla. Fácilmente pudo pasar algunas horas viendo documentales sobre la isla de Calipso o tutoriales sobre cómo combatir a un lestrigón. Sus amigos no habrían sido convertidos en cerdos si hubiese visto alguna reseña de Circe en internet. Nadie necesita un video que nos aconseje cómo retirar la yema de un huevo, en cambio es invaluable la utilidad de un video que nos enseñe a taparnos los oídos con cera para no escuchar el canto de las sirenas. ¿Cuántas veces uno viaja sobre el Egeo y googlea “furia de Poseidón”?, sólo para ir preparado.

En cualquier momento regresará el internet, me digo con fe. Despierto a las tres de la mañana y reviso las luces del módem. Se me va la esperanza. De cualquier manera no tengo una Penélope que me esté esperando en algún punto de la red. Mi verdadera Penélope sí tiene internet en casa: juega Candy Crush Saga mientras escucha algo en Spotify en lugar de andar tejiendo y destejiendo chambritas. “Cásate conmigo, Penélope”, imagino que le dice alguno que ha notado mi ausencia. “Claro —responde ella—, sólo termino de ver esta temporada de How to get away with murder”.

Ocasionalmente me cuelo en las redes sociales desde mi teléfono, sólo para leer las noticias, saber el resultado del partido, o enterarme qué planes tiene Poseidón para mí. Después apago el aparato y regreso a la larga espera. Quizá soy yo la verdadera Penélope y la internet es mi Odiseo. Se ha ido, no sé nada de él, sin embargo espero con cierta resignación. Me tientan otros proveedores de internet; pero no tienen fibra óptica, o no ofrecen megas simétricos… en fin. Me prendo a la idea de que mi internet busca heroicamente el camino a casa. Sé que algo le ha ocurrido, pero sé que es fiel y no ha escapado con otro internauta.

Ahora, si mi internet se va a tardar dos décadas en volver, como Odiseo, francamente que se vaya al carajo. Que no estoy ni tan joven ni tan bello como para andar perdiendo el tiempo en amores a distancia.

Sin internet la cordura se resquebraja después de un rato. Supongo que es como escuchar sirenas en altamar. La cosa está tan mal que planeo plantarme en una calle con abundante tráfico, como los pordioseros, con una pieza de cartón que diga “escribo novelas a cambio de megas”. O, mucho peor, que me pare con ropa ajustada en una esquina conocida por albergar a las sexoservidoras:

—¿A cuánto, papito? —me preguntará alguien con la ventanilla a medias desde el interior de su coche.

—20 megas la hora —diré sin pudor inclinándome sugestivamente—, y hago de todo. Sin filtro parental.

Dios me perdone.

Ahora escribo a mano sobre papel porque estar frente a la computadora me parte el corazón. Me recuerda que ahí estaba la internet. Y a veces, sólo a veces, me emborracho y escucho canciones de despecho. Lo juro. Y canto: “Maldita internet, ojalá que te mueras” o “mejor ya nunca vuelvas”. Después me quedo dormido o acabo llorando en posición fetal en el suelo del baño.

Quisiera revisar mi correo, ver que me gané nuevamente ese millón de dólares que regala Bill Gates o, al menos, saber si en mi bandeja de correo no deseado todavía hay ofertas de Viagra y “chicas calientes” en mi zona que quieren conocerme. Después de pasar tantos días sin internet todo, todo eso, se comienza a extrañar.

Bien. Pues no me queda más que destapar la siguiente cerveza y seguir confeccionando mi traje de emperador romano caído en desgracia. Ya quiero ver la cara que ponen mañana los empleados de la sucursal de mi proveedor cuando me vean irrumpir a patadas gritando “¡Varo, devuélveme mi internet!”, mientras golpeo mi cabeza contra las paredes. Cuando menos espero enloquecer a las redes sociales cuando se vuelva viral el video en que soy esposado y echado al suelo por la policía. Espero que así se pueda resolver mi profundo problema.

-Fabio Marco Iván