No sentir nada

“Ya no aguantaba; con el sol, la piel me ardía. Tenía hambre y sed, pero no quería nada del pueblo y cuando me ofrecían agua la rechazaba. Ellos se enojaban y me metían la botella a la fuerza. También a la mala me metieron el pan a la boca. Quería desmayarme para no sentir nada”. Estas son las palabras de Alejandro Osorno que Sandra Palacios publica en el periódico La Jornada unos días después de que los habitantes de Tulyehualco, en Xochimilco, intentaran lincharlo en 1999. Pasó diez horas atado de pies y manos siendo torturado por los vecinos enardecidos. Estuvieron a punto inmolarlo cuando las autoridades lograron intervenir. “Y doy gracias a Dios que no me mataron, porque ya me habían echado gasolina en los pies, y un hombre de negro y lentes se divertía prendiendo cerca de mí un encendedor, pero sólo me hizo sufrir porque nunca me quemó”.

Sabemos que no todos los casos de linchamiento terminan así. Carlos Monsiváis —y esta quizá sea la única ocasión en la vida que lo cito— comienza “Justicia por propia mano” con el relato de Rodolfo Soler Hernández: un hombre de 28 años de edad que los pobladores de Tatahuicapan, en Veracruz, deciden quemar vivo el 31 de agosto de 1996. Es acusado de violación y asesinato. Lo que llamó la atención de este linchamiento es, nos dice el autor, que existe un video de 40 minutos que “[…] fue entregado a las autoridades, quienes a su vez lo distribuyeron a las televisoras, las cuales sólo transmitieron tres minutos porque consideraron que el público no podía soportar más”. Y declara: “Hice la prueba de ver los 40 minutos y estuve de acuerdo: no se soporta. Es imposible verlo”.

Imaginen el sufrimiento de un hombre que ansía desmayarse para dejar de experimentar el dolor. Ahora imaginen la agonía de un individuo siendo quemado vivo. Entre los dos casos hubo una chispa de diferencia.

#RatadeCombi

Apenas iniciaba agosto y ya circulaba en las redes sociales otro video sumamente viral: un hombre acaba siendo golpeado por los pasajeros de una unidad de transporte público que pretendía asaltar. No hace falta describirlo. El delincuente termina desnudo y ensangrentado sobre una banqueta. Los involucrados se alejan, los mirones se retiran, y a los pocos segundos alguien camina a su lado sin prestarle ayuda. Es el año 2020. Todos tratan de mantener su distancia.

“Todo el pueblo, a una”

La víctima que logra contraponerse a su adversidad adquiere cierto mérito. Y, para algunas personas, frustrar un acto delictivo representa un logro loable. Los golpeadores del asaltante de la combi —como se le dice comúnmente a la unidad de transporte— pasaron a ser héroes en las redes sociales, vengadores anónimos. La gente se alegraba del destino del delincuente. Por cualquier lado brotaban celebraciones y burlas. Al anochecer de ese día, las redes se habían llenado de videos, imágenes, comentarios y memes.

Al poco tiempo salieron también los éticos defensores, los ombúdsmanes del hambre y la penuria, que recriminaban —desde el pedestal moral, obviamente— todo exceso y, al aire, argüían la pobreza y la necesidad como motor de la violencia y el crimen. Ouróboros de las discusiones mediáticas.

Ese mismo día circularon más videos de otros individuos siendo golpeados por sus víctimas (o entremetidos) después de ser sorprendidos en el atraco. Un par de días después apareció otro video. Y otro más. Alguno falleció. En internet es impresionante el número de visitas que tienen las capturas de momentos en que un delincuente es frustrado, golpeado e, incluso, asesinado. Al ciudadano promedio le fascina verlo. Unos le llaman karma, otros le nombran justicia.

El asaltante de la combi pudo terminar en una peor circunstancia. Imaginemos que la masa se convocara, ahí, en algún punto del Estado de México: es posible que fuese desmembrado por machetes o que terminara colgado de un árbol y rematado por dos tiros de gracia. Quizá hubiese sido retenido por los vecinos y que fuese torturado y humillado durante horas, para después rociar gasolina sobre su cabeza. Y, otra vez, una chispa cambia la historia.

*

Aunque el delincuente hubiese sido privado de la vida, habría gente que seguiría celebrando su destino de igual manera, adjudicándolo a un acto de justicia. Vea usted cualquier video o nota al azar sobre este asunto y enumere la satisfacción que le causa a las mayorías que el criminal haya sido removido de la sociedad. La crueldad y la violencia es tan evidente que se comprende al hombre que busca dejar de sentir: no está pagando su castigo, está saldando una larga deuda que ni siquiera le corresponde a él mismo.

¿Es eso justicia?, cada cierto tiempo alguien toma turno para discutir enmiendas, correcciones y pies de página sobre lo que es la justicia. Desde Ulpiano y Kant, hasta Hobbes y John Rawls. No es nada que le interese debatir al hambriento ni al perjudicado. La víctima no quiere glosarios.

Que la masa tome en sus manos el castigo de los que delinquen no representa que se aseguren los bienes ni que se retribuya a las víctimas. Nada que no sepamos ya. Resulta cansada la discusión del hartazgo social, de la pérdida de legitimidad del Estado y la incredulidad ante la procuración de la justicia. Porque no es un evento moderno, son las redes las que resaltan a su capricho los tópicos en estos tiempos. Y en Latinoamérica tenemos un abanico de casos de justicia por mano propia cada año. El linchamiento acompaña a la civilización; el pueblo como unidad castigadora está presente desde siempre: Fuenteovejuna es un ejemplo. Pero cada vez que los comendadores son menos discernibles, resulta más fácil apuntar a los mandaderos, a los que tardan más en huir, a los rostros visibles y no al aparato que los ha creado.

Claro que estamos cansados de la inseguridad. Pero, ¿es abusivo y deleznable hacer mofa de un delincuente herido? ¿Es, acaso, muy distinta la burla y el escarnio público al linchamiento físico? ¿Es esto válido como válvula de escape social? ¿Somos, nosotros, los que hemos dejado de sentir?

One-man army

Yo era un adolescente que miraba televisión cuando mi hermano llegó una tarde con los ojos enrojecidos de coraje, con la boca rota, marcas en la piel, la sudadera rasgada y el pómulo hinchado. Lo habían asaltado sólo a él a bordo del transporte público que lo llevaba desde la escuela a casa; sí, sólo a él a plena luz del día, ante un grupo de pasajeros que nunca hizo nada para socorrerlo. Dos individuos quisieron despojarlo de un reproductor de audio. No hubo amenazas previas: mi hermano, que sufría una gripe severa, venía adormilado por la fiebre en un asiento junto a la ventana cuando sintió el primer golpe.

Lo vi llegar y, después de escuchar su historia, tomé un cuchillo pidiéndole que me indicara dónde se habían bajado los asaltantes. Fue tan estúpido como suena. Inmediatamente llamó a mi cordura alegando que, sobre mi idiotez enardecida, no tenía caso y que no daría con ellos en una ciudad tan grande como la Ciudad de México.

Por un momento, a mis catorce años, fui una linchante multitud de un solo individuo, unos aldeanos con antorchas recorriendo la villa de unos pulmones enfurecidos. Estaba enojado y triste. Mi hermano se marchó a dormir y yo disipé la rabia a puñetazos contra la puerta de mi ropero.

¿Y si los vengadores anónimos hubiesen estado ahí el día que mi hermano fue asaltado y golpeado? ¿En algo habría cambiado mi percepción de las cosas? ¿Me habría sentido satisfecho o habría percibido de manera diferente la justicia que mi hermano ameritaba?

Aunque yo hubiese dado con los agresores dudo, honestamente, que hubiera hecho algo. Sólo estaba dolido, frustrado y sumido en la cólera. Pero era un niño en medio de una ciudad monstruosa. No era yo un pueblo movido por las campanas de la iglesia, no era campesinos sosteniendo machetes, no era años de pobreza y corrupción, de ineficaz burocracia o abandono. Y, mucho menos, no había sido yo la víctima.

Una chispa detonó mi coraje.

*

Todavía hoy creo que está mal. Pero no he podido lograr la sanidad emocional como para evadir cierta satisfacción cuando una noticia de criminales escarnecidos llega a mis oídos. Sé que no voy a convertirme jamás en parte de ese pueblo con antorchas, pero no cambia la posibilidad de que esté sentado junto a la ventana observando en silencio su marcha.

Claro que eventos como estos nos demuestran qué tan rotos estamos algunos. La indolencia es un reflejo de las estadísticas de la efectividad de los órganos que procuran justicia. Hay una percepción de la realidad que se fractura con cada sacudida a la seguridad de los individuos. Quizá estamos buscando la manera errónea de dejar de sentir dolor o miedo.

Es el año 2020. Puede que ya nos hayamos distanciado mucho de otros seres humanos.

Hay que recordar: la rabia y el hartazgo a veces también son puentes que nos cruzan a una niebla de la que ya no vamos a poder volver. Donde no hay chispas que aviven nada, ni siquiera para alumbrar nuestro camino. Donde no se siente nada.

-Fabio Marco Iván

Un pensamiento en “No sentir nada

  1. Cuando leemos alguna tragedia en clase y noto frívolos, indiferentes o insensibles a mis alumnos sobre los pormenores del sufrimiento de los personajes, les recuerdo que el teatro expresa la potencia de la conducta humana, que aquello que vemos lejano o hasta absurdo, en realidad está a una mala decisión de distancia. Qué chingón leerte.

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